Si uno quiere entender de qué y cómo vive la mayoría de la gente en una región concreta de Uzbekistán, debe ir al bazar. Allí todo se muestra con claridad, mucho se explica sin palabras. En esto terminé de convencerme durante un viaje fotográfico en septiembre de 2025 por pequeñas ciudades del valle de Ferganá junto a Anzor Bujarski.
Anzor Bujarski es organizador de talleres internacionales de fotografía etnográfica, de género y callejera en Uzbekistán. Tras una expedición conjunta a la aldea de montaña de Gelán, me invitó como acompañante en un fototour exprés por el valle de Ferganá. Nos acompañaron los fotógrafos rusos de género Oleg Guevorkov (Moscú) y Ruslana Kormilchikova (Novosibirsk).
Hicimos esta expedición creativa antes del inicio de la temporada turística. El calor veraniego aún no cedía, la cosecha apenas comenzaba, las bodas y otras celebraciones estaban pospuestas. Justo lo que necesitábamos. Días laborables bajo un sol implacable. Imágenes de la vida cotidiana. Sin pretensiones de publicística, reportaje periodístico ni generalizaciones sociales o filosóficas. Notas de viaje con ayuda de la cámara. Una mirada atenta, pero no selectiva, a los rostros de transeúntes al azar.
De paso, como aficionados y activos participantes en viajes en coche por Uzbekistán, decidimos probar el carsharing de Taskent. Nuestro amigo común Timur Numanov, que en expediciones anteriores había sido un hábil conductor, esta vez estaba ocupado. No queríamos contratar un taxi, y no por razones económicas.
En Taskent hay cinco tipos de taxistas: el DJ, el politólogo, el predicador religioso, el ex viceministro de Economía y el “blatnói” (matón) que explica las “leyes” de su mundo. Ninguno de ellos, con todo respeto, nos convenía como compañero eficaz en este viaje.
Anzor decidió ponerse él mismo al volante, alquilando en una de las empresas de Taskent un Chevrolet Cobalt relativamente nuevo, de gasolina, fabricado por UzAutoMotors, pagando 450 mil sums (36 dólares) por cada día de alquiler, más 2 millones de sums (160 dólares) de fianza. Esto último, por si algún radar de carretera registraba una infracción de tráfico cometida por nuestro vehículo.
El lunes, cerca del mediodía, logramos salir a duras penas de los atascos de la capital para incorporarnos a la autopista internacional A-373 Taskent–Andiyán–Osh–Kashgar. Viajábamos en modo “uno conduce, tres aconsejan a la vez”. Casi sin darnos cuenta, cruzamos el paso de montaña de Kamchik, a 2.268 metros sobre el nivel del mar. En esta época del año, sin embargo, no ofrece interés visual alguno. A comienzos del otoño todos los colores de la naturaleza en Uzbekistán están calcinados hasta el blanco, y hasta los paisajes montañosos resultan somnolientos y aburridos.
Hacia las cuatro de la tarde descendimos del paso al valle de Ferganá, la región más densamente poblada de Uzbekistán, donde en algunos lugares viven más de 800 personas por kilómetro cuadrado. Más que en la India. Pero antes de zambullirnos de lleno en ese mar humano, propuse a mis colegas desviarnos a un rincón intacto, que aún conserva la memoria de cómo eran estos lugares siglos y milenios atrás.
La duna curativa
Tras cruzar un puente sobre el río Sir Daria, giramos hacia el suroeste y, quince minutos después, poco antes de llegar al poblado de Buston-Buva, nos topamos con… una especie de playa. En medio de campos cultivados se alzaban dos dunas completamente salvajes y desérticas, de arena gris ceniza, cubiertas de saksaúl, tamariscos y kandym. Sobre el origen de estas dunas relictas, que salpican toda la provincia de Ferganá, ya había escrito detalladamente para los lectores de Ferganá. En resumen, son restos del desierto de Akkum, que ocupaba toda la parte central del valle de Ferganá desde tiempos inmemoriales hasta mediados del siglo XX, cuando fue desplazado por el desarrollo del cultivo de algodón irrigado y la explosión demográfica que lo siguió.
La duna en el distrito de Buvaydí es notable porque allí se conserva hasta hoy una costumbre medieval. A finales de agosto y principios de septiembre, cuando el sol castiga sin piedad pero ya no derriba de un golpe, se reúnen allí multitudes enteras que pasan el día entero tomando baños de arena ardiente, con la esperanza de curarse de enfermedades de la piel, dolencias articulares y algunos otros males. A juzgar por el hecho de que a estas sesiones llegan cada año no solo vecinos de los kishlaks cercanos, sino también gente de otras regiones bastante alejadas de Uzbekistán, a algunos ese tratamiento les ayuda. O al menos ellos lo creen. Se entierran manos y pies en la arena, a veces incluso todo el torso, dejando fuera solo la cabeza y el pecho, para no provocar un ataque al corazón. Para protegerse de una insolación, se cubren con toldos improvisados.
Desde el punto de vista de la medicina moderna, este procedimiento es arriesgado. Y no solo por sus consecuencias a corto plazo, sino también a largo plazo. Sin embargo, el distrito de Buvaydí es oficialmente célebre por sus longevos. Por ejemplo, allí vive Juvaydo Umarova, que en 2025 cumplió oficialmente 130 años. Según las estadísticas oficiales, cuatro habitantes locales superaron el umbral de los cien años y otros cientos tienen más de 80. Eso sí, no hay datos de si alguna vez tomaron baños de arena.
Los historiadores locales de Ferganá creen que la leyenda sobre las propiedades curativas de la duna está de algún modo vinculada al culto del místico medieval del siglo XII, Khodja Bayazid, cuyo mazar (mausoleo) se encuentra cerca. Era sobrino del legendario maestro sufí Ahmad Yasavi. En total, en el distrito de Buvaydí hay diez lugares sagrados asociados a nombres y obras de destacados maestros sufíes.
—Después de enterrarse en la arena no se puede bañar durante cinco días. Y durante siete días no se puede beber nada frío ni alcohol —explicó a los huéspedes rusos un curandero local, quitándoles por completo las ganas de probar el procedimiento, aunque fuese parcialmente. Pero el sol ya se inclinaba hacia el ocaso. Aprovechando todas las ventajas visuales de la “hora dorada”, los fotógrafos abandonaron la duna junto con los demás visitantes.
Pasamos la noche en Kokand, en el primer hostal que encontramos. Resultó ser barato y bastante decente, salvo por la falta de desayuno. Rendir homenaje a las bellezas de esta antigua ciudad, capital del kanato de Kokand, nos lo impidieron dos circunstancias cotidianas. En primer lugar, el tráfico automovilístico, muy intenso y caótico. Anzor estaba cansado de conducir desde el día y se negó rotundamente a lidiar con ese tráfico por la tarde. Las caminatas tampoco resultaron cómodas: muy pocos pasos de peatones regulados y aceras muy estrechas, además ocupadas por coches.
A las ocho de la mañana desayunábamos en un bazar casi vacío, sacando la conclusión de que Kokand probablemente no sería nuestra base principal para las exploraciones fotográficas.
—Decías que el valle de Ferganá es una de las regiones más densamente pobladas del mundo. Pero yo aún no lo he notado —me pinchó Oleg Guevorkov. No le rebatí y marqué rumbo decidido hacia Margilán.
El bazar de todos los bazares
La alta densidad de población en el valle de Ferganá en realidad se nota en que, en la carretera de Kokand a Margilán, prácticamente no hay tramos que no pertenezcan a algún asentamiento. Termina un pueblo y empieza inmediatamente otro. Así durante los 76 kilómetros del trayecto. Anzor, obligado a conducir todo el tiempo a velocidad de tráfico urbano, lo comentó más de una vez con alguna palabra fuerte. Pero ni una sola vez infringió las normas.
Para no agotarse con la conducción monótona a 70 km/h, hacíamos la mayor cantidad posible de paradas y descansos en la cuneta. Por ejemplo, nos detuvimos en lugares donde, en tramos poco transitados de la carretera, los campesinos habían extendido a secar los primeros frutos de la cosecha: mazorcas de maíz recién arrancadas o guindillas rojas kalampir. Yo, personalmente, no logré hacer fotos artísticas de alto nivel, pero ese detalle de la vida cotidiana quedó registrado de todos modos.
A las once de la mañana llegamos a Margilán, una de las ciudades más antiguas y grandes del valle de Ferganá. Para los fotógrafos resulta interesante porque ha conservado en gran medida el colorido arquitectónico y cotidiano de una ciudad asiática de siglos pasados, combinándolo con la dinámica de la vida moderna.
A los turistas se les presenta Margilán como uno de los centros más antiguos de producción de seda en la Ruta de la Seda. Hasta hoy aquí se producen a escala industrial atlas y adras, tejidos de seda y semiseda con un dibujo característico y reconocible. La tecnología arcaica de su fabricación fue incluida en 2017 por la UNESCO en la “Lista de Obras Maestras del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad”. Pero en realidad la mayoría de la población no trabaja en esa industria. «La economía de la ciudad se concentra, principalmente, en un gran bazar textil y en el mercado de alimentos. El sector privado está muy desarrollado. Los habitantes se dedican en su mayoría al comercio y la artesanía, y muchos trabajan en instituciones estatales», señala Wikipedia sobre Margilán.
Nuestra primera parada en Margilán fue en una calle donde se venden ventanas y puertas: tanto perfiles modernos de plástico como antiguos, ya usados, quizá extraídos de construcciones demolidas. Fue un espectáculo impresionante.
Con gusto comimos helados en compañía de estudiantes locales. Al mismo tiempo, notamos un rasgo destacado de la vida en Margilán: en el tráfico urbano el transporte de dos ruedas juega un papel muy importante. Pero no se trata de motocicletas, sino sobre todo de bicicletas, además de ciclomotores, motonetas y escúteres. La explicación probable está en el relieve absolutamente plano de la parte central del valle de Ferganá, que hace de este transporte un medio práctico para desplazarse y transportar cargas. En el bullicio de los bazares locales y en las callejuelas estrechas que los rodean, bicicletas y escúteres se mueven con agilidad, como peces pequeños en un torrente.
Al mediodía nos invitaron —casi nos arrastraron de la mano— a visitar un taller privado de producción de distintos tipos de baldosas. Yo aproveché con gusto los interiores brutales de la fábrica para una composición escenificada, que me pareció un arquetipo del tiempo y del lugar. O incluso de mi propia vida en esta tierra abrasada por el sol, donde el otoño no llega según el calendario.
—No todo me interesa, pero me sorprende la apertura y la amabilidad de la gente. Algo así no lo he visto en ningún otro lugar, y no sé si volveré a verlo —confesó Oleg Guevorkov.
Después nos dirigimos al enorme bazar Kombinatski. Allí se venden tejidos producidos en las manufacturas de seda locales. Pero no solo eso. Alfombras, ropa, ropa de cama, alimentos y artículos domésticos: todo mezclado de manera caótica en una paleta caprichosa que marea a cualquiera.
Anzor Bujarski pasó el resto del día con gusto en el bazar, aunque no quedó del todo satisfecho.
—Este no es todavía ese bazar —me dijo por la tarde—. Existe un mega-bazar, el bazar de todos los bazares…
Le respondí que lo conocía.
A la mañana siguiente, dejando el Chevrolet alquilado en un aparcamiento, tomamos un taxi y fuimos al suburbio de Margilán, al pueblo de Kumtepa, al bazar de Kushtepá. O mejor dicho, a su aglomeración de bazares. Entre ellos: el bazar de muebles, el de artículos y madera, el textil Faiz, el de vajillas, el de bicicletas y repuestos, el de calderos, el de adobe, el bazar campesino de alimentos y así sucesivamente.
-
Bazar de Kushtepá en Kumtepa. Foto de Andréi Kudriashov / «Ferganá»
-
Bazar de Kushtepá en Kumtepa. Foto de Andréi Kudriashov / «Ferganá»
-
Bazar de Kushtepá en Kumtepa. Foto de Andréi Kudriashov / «Ferganá»
-
Bazar de Kushtepá en Kumtepa. Foto de Andréi Kudriashov / «Ferganá»
-
Bazar de Kushtepá en Kumtepa. Foto de Andréi Kudriashov / «Ferganá»
En el fondo de la existencia
Debo reconocer que en el valle de Ferganá no me siento tan cómodo como en Taskent. Allí, por cierto, nunca voy a los bazares ni siquiera para mis necesidades cotidianas: prefiero abastecerme en hipermercados abiertos las 24 horas. Y como todo capitalino, también prefiero fotografiar paisajes melancólicos en las laderas poco pobladas y pastorales del Tian Shan Occidental, en la provincia de Taskent. En cambio, el océano humano en la superficie absolutamente plana, como una mesa, de los alrededores de Margilán, me abrumó con una oleada de emociones y sensaciones poco habituales. Como suele decirse, salí de mi zona de confort. Al mismo tiempo, noté que ya había hecho tantas tomas que físicamente no podría mostrar ni una décima parte a los lectores.
Sin darme cuenta, me separé de mis colegas, guardé la cámara en la bolsa y simplemente me senté en una chaikhana, convencido de que, tarde o temprano —pero con más probabilidad por la tarde, atraído por el dulce aroma de los shashlik—, allí aparecería también Anzor Bujarski con nuestros acompañantes. Yo disfrutaba de la soledad en medio de la multitud, sintiéndome como en el fondo mismo de la existencia. A miles de kilómetros de los centros reconocidos de la civilización contemporánea, pero al mismo tiempo en el corazón del universo. Fue como una revelación. Y también como un punto de inflexión en nuestro recorrido.
En el fototour por el valle de Ferganá hubo aún muchos momentos fascinantes. Al día siguiente, en el pueblo de Belaryk, en el distrito de Oltiarik, visitamos extensos viñedos privados alrededor y dentro de una casa rural. Luego, de regreso en el distrito de Buvaydí, conversamos con mujeres recolectoras en un campo de algodón.
Ya en la provincia de Namangán, en el pueblo de Gurumsaray, fotografiamos al barquero y la barcaza autopropulsada que cruza el río Sir Daria, aunque en otoño no funciona por el bajo nivel de agua. Después fuimos a la ciudad de Chust, al bazar de los cuchillos tradicionales de Chust. Allí Anzor encontró talleres de herreros con hornos encendidos.
Tras pasar la noche en el hotel de tres estrellas S-Namangan, por la mañana en cuatro horas llegamos hasta Taskent, donde aún pasamos casi una hora en los atascos. Logramos devolver el Chevrolet a la empresa arrendadora con un pequeño retraso, pero sin pagar ni una multa por infracciones de tráfico.
Nuestro corto viaje distó mucho de agotar las posibilidades visuales que el valle de Ferganá ofrece a los fotógrafos, especialmente en diferentes estaciones del año. Pero de manera consciente dejamos para futuras excursiones decenas de lugares interesantes y notables, así como ciudades grandes. Para tener motivos a los que regresar.