Riesgosa cooperación

Por qué tratar con China es más difícil de lo que parece a primera vista
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La cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), que concluyó recientemente, marcó nuevas perspectivas no solo para los países de Asia Central, sino para todo el mundo. Algunos incluso sostienen que la reunión supone una apuesta por alterar el orden mundial vigente. Estas conjeturas no son casuales: durante la cumbre el presidente de la RPC, Xi Jinping, propuso la llamada Iniciativa de gobernanza global, que, entre otros, recibió el respaldo del presidente Putin.

Los expertos interpretaron esa iniciativa como un cambio en la mirada china sobre la política mundial. Así, según Vasili Kashin, director del Centro de Estudios Europeos e Internacionales de la HSE, el objetivo de la nueva iniciativa china es la transformación gradual de las instituciones globales y de las reglas de comportamiento en la arena internacional; en esencia, la formación de un nuevo orden internacional conforme, ni más ni menos, a las concepciones e intereses chinos.

Observadores consideran que la OCS pasa de las declaraciones a la institucionalización y a la creación de órganos permanentes. En esa lista entrarán, en particular, el Centro Universal para la Contrarrespuesta a Retos y Amenazas a la Seguridad, que se ubicará en Taskent, y el Centro Antidroga de la OCS en Dusambé.

Las nuevas ideas de Xi Jinping fueron recibidas en Occidente con recelo. Algunos incluso vieron en ellas intentos de sustituir a la ONU por la Organización de Cooperación de Shanghái. Tales sospechas se desmontan de inmediato tanto por los propios chinos como por sus aliados estratégicos, por ejemplo Rusia. No obstante, dadas las circunstancias recientes —entre ellas la disposición de la India a cooperar con la RPC— la idea de un mundo sinocéntrico, actuando como contrapeso a Occidente, deja de parecer tan fantasiosa.

Cómo podría funcionar exactamente ese mundo puede intuirse ya ahora, a partir del modelo de relaciones entre China y Asia Central que se ha ido configurando en los últimos años. Ese ejemplo revela con bastante claridad las prácticas económicas, políticas y humanitarias de la China continental —al menos, tal como las percibe quien no es chino.

Colonialismo en versión comunista

En los años noventa del siglo pasado, el principal socio económico y político de Asia Central fue, sin duda, Rusia. Por la costumbre heredada de la época soviética, Moscú se percibía como la metrópoli y las repúblicas de la región como algo parecido a provincias. A pesar de la independencia jurídica y de hecho, en política, economía e incluso en la vida cotidiana se miraba constantemente a Moscú.

Llegó a situaciones risibles. Por ejemplo, en los noventa en Kazajistán se vendían en tiendas ordenadores ensamblados en China a precios desorbitados. La razón era que esos equipos los compraban comerciantes rusos en China, los transportaban a Moscú, allí los adquirían empresarios kazajos y luego los llevaban a Kazajistán. Todo ello en lugar de importarlos directamente desde China a Kazajistán.

El legado soviético era tan poderoso que a finales de los noventa resultó obvio que la joven intelectualidad kazaja desconocía su lengua materna, porque había hablado y leído casi exclusivamente en ruso. Entonces ocurría que en la alta dirección de grandes empresas kazajas no había nadie que hablara kazajo. Entre los jóvenes intelectuales y especialistas surgió un movimiento para aprender kazajo. En ese proceso se dieron curiosos episodios: la población provincial y la gente de los auls ridiculizaban el kazajo literario de la juventud diciendo que “no era el kazajo real”.

Pasaron los años, Rusia siguió aplicando sus planes políticos y económicos en la región y China se enriqueció y fue fortaleciendo su influencia en Asia Central. Al principio, la política de Pekín en la región se articulaba con objetivos bastante directos. Así la formulaban en 2004 expertos chinos —el subdirector del Instituto “Organización de Cooperación de Shanghái”, Li Lifán, y el investigador del Instituto de Asia Central de la Universidad de Lanzhou, Ding Shiu—: “Como resultado de una larga búsqueda y de una cuidadosa preparación, la estrategia de Pekín para Asia Central se ha definido. Está destinada, apoyándose en la OCS… a realizar los intereses estratégicos que se concentran, ante todo, en la explotación de los recursos de Asia Central”. (Anuario “China en la política mundial y regional. Historia y actualidad”. Núm. XIII (especial). IDV RAN, 2008. p. 148).

Los objetivos, como hoy se diría, eran evidentemente neocolonialistas. Y, en general, a pesar de su retórica comunista, China en el siglo XX tomó un rumbo que podía calificarse de colonial. Criticarla resulta difícil: los chinos necesitaban salir del abismo en que el país se sumió tras los cataclismos del siglo XX —la caída del imperio, la guerra civil y la ocupación japonesa. Los saltos, la Revolución Cultural y otras campañas ideológicas de Mao Zedong tampoco favorecieron la estabilidad. Las reformas de Deng Xiaoping mejoraron algo la situación, pero la RPC seguía lejos no solo de los países occidentales desarrollados, sino incluso de aquella sociedad de renta media que Deng se había propuesto alcanzar.

El modo más rápido y sencillo de enriquecerse entonces pareció ser la explotación de recursos ajenos. De ahí la política china hacia Asia Central en los 2000 y 2010.

En esa época los países de la región no solo comerciaban con recursos y monopolios naturales, sino que también pedían préstamos a China. Eso les daba una ganancia inmediata, pero a la larga amenazaba con provocar graves problemas, incluso la pérdida de soberanía, según advertían algunos politólogos y movimientos sociopolíticos nacionales.

Siempre hay alguien por encima

Pese a las obvias ventajas de cooperar con China, en Asia Central —especialmente en Kazajistán y Kirguistán— empezó a crecer la sinofobia. Las razones eran variadas: unas históricas, como la guerra contra los džungaros en la que participaron chinos; otras políticas, ligadas a la percepción de discriminación de ciertas minorías por parte del Estado chino, entre ellas kazajos y kirguises.

Sin embargo, la causa más evidente de la sinofobia probablemente fue la política de las empresas chinas en las zonas donde se implantaban. Al crear sus empresas en Asia Central, los chinos solían traer a sus propios trabajadores, privando a la población local de los ansiados puestos de trabajo. Si los locales trabajaban en las empresass chinas, a menudo se les trataba como ciudadanos de segunda —al menos, así lo interpretaban ellos por el trato recibido por parte de la dirección china. La situación se percibía así: un chino culturalmente ajeno ocupa su lugar y se enriquece con sus recursos naturales.

El descontento del kazajo corriente se manifestó en las protestas antichinas de 2016–2020. La ola más fuerte surgió en otoño de 2019, con epicentro en Zhanaozen. Los habitantes se opusieron a la construcción de empresas conjuntas con China y pidieron al gobierno que buscara créditos en Occidente en vez de en Pekín. Hubo manifestaciones contra la expansión china en la capital y en varias grandes ciudades.

A ello se sumó la actitud despectiva y altiva de algunos chinos hacia la población local, algo que el público local no estaba dispuesto a tolerar. Por supuesto, el trato de la nación rusa titular hacia las minorías en tiempos soviéticos tampoco era ejemplar, pero entonces existía una política oficial de igualdad de todos los pueblos bajo la nación soviética. Se toleraban chistes ofensivos sobre georgianos, armenios, chukchis, etc., pero la convivencia cotidiana y las relaciones laborales eran, en general, buenas. La xenofobia existía, pero solía tener un carácter “horizontal”: no gustaban porque eran diferentes y se temía lo desconocido. Además, el fondo cultural y el idioma común (el ruso) mitigaban esos choques. En ese contexto la xenofobia no pudo desbordarse —la omnisciente CPSU lo impedía.

Con los chinos fue distinto desde el principio. En los dos miles acudían a las tierras de las repúblicas centroasiáticas como dueños y miraban a los locales desde arriba. No eran solo los trabajadores o empresarios chinos los que se permitían tal actitud. En 2016, el entonces embajador chino en Kazajistán, Zhang Hanhui, molesto porque Astaná endureció los requisitos de visado para ciudadanos chinos, estalló diciendo: “¿No saben (los kazajos) con quién están tratando? ¡Esto es muy grosero, es una humillación!”.

Cabe señalar que esa actitud de superioridad tiene razones históricas.

La primera y principal es la jerarquía profundamente arraigada en la cultura china. Tradicionalmente no hubo relaciones de igualdad: en las relaciones siempre había alguien superior y alguien inferior. Esto se aplica también a la familia: en chino la palabra “hermano” casi siempre implica “mayor” o “menor”; lo mismo ocurre con las hermanas. Incluso los abuelos no son iguales: los antepasados por línea paterna suelen considerarse más importantes.

Este fenómeno se fue formando durante milenios. Inicialmente se relacionaba con el culto a los antepasados, cuando era el varón mayor de la estirpe quien realizaba las ofrendas. Más tarde, la filosofía confuciana fijó la noción de “xiao” —la piedad filial y la sumisión del menor al mayor—. Ese orden incluye la sumisión del inferior al superior y la devoción del súbdito al soberano, que para los propios chinos es “fumu”, es decir, padre y madre de todo el pueblo chino.

Han y musulmanes

Desde la perspectiva china, al llegar con sus proyectos y su dinero a Asia Central se colocaban en la posición de jefes, mientras que quienes trabajaban para ellos, principalmente los habitantes locales, ocupaban la posición de subordinados. Los subordinados, se espera, deben obedecer y mirar desde abajo.

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Conviene señalar que la peculiaridad del “xiao” chino es que, a cambio de obediencia y respeto, el superior proporciona protección y amparo al inferior. Pero esa práctica no pareció aplicarse plenamente a los habitantes de Asia Central, probablemente debido a la especificidad de la cosmovisión china.

Según creencias antiguas, la tierra tiene forma cuadrada y el cielo es redondo; el ámbito cubierto por el cielo se llama “Bajo el Cielo” (Tianxia). En su centro viven los sabios y civilizados chinos; en los bordes, parcial o totalmente fuera de la cobertura celestial, viven los bárbaros de diverso grado de barbarie.

Aunque esa visión es arcaica, ciertos trazos perduran: muchos chinos piensan que la auténtica cultura y civilización están centradas en China. A los pueblos “bárbaros” no siempre se les debe un trato civilizado, y decidir si merecen protección es facultad del chino. Después de todo, ya han recibido dinero por sus recursos, ¿qué más quieren?

Complica la relación el hecho de que los pueblos de Asia Central son históricamente musulmanes. La relación de los chinos con el islam ha sido ambivalente. Por una parte, dentro de China existen minorías musulmanas, los hui. Por otra, el chino medio suele mirar con recelo a los musulmanes por su rechazo a la carne de cerdo (un alimento central en China), al alcohol y por su actitud frente a la pintura que representa figuras humanas y animales, cosa que el Corán prohíbe. Además, en la Edad Media los musulmanes tuvieron gran éxito en el comercio y las finanzas, lo que provocó en los chinos sentimientos de celos y malentendidos mutuos.

No es difícil hallar causas de la animadversión del pueblo han hacia los hui musulmanes. Según la tradición, ya el emperador Tongzhi (1861–1875) decía que los han despreciaban a los hui “porque son hui”. Eso ofendía a los musulmanes, quienes, para defender su posición social, a veces provocaban confrontaciones. A su vez, la dinastía manchú que gobernaba avivaba las tensiones entre han y hui para que no unieran su descontento contra el trono imperial.

Es posible que hoy ese recelo hacia los hui se traslade, consciente o inconscientemente, a los pueblos centroasiáticos. En cualquier caso, la actitud desdeñosa y superior a menudo está presente en las relaciones entre chinos y locales.

No obstante, Asia Central no es única en esto. China tiende a mirar con semejante superioridad a la mayoría de los forasteros. Naturalmente, esa posición no es característica de la élite instruida china —los intelectuales—, que reconocen la diversidad y singularidad de otras culturas. Pero China no está formada solo por intelectuales; al común de la gente le agrada ver manifestaciones de superioridad china sobre los “salvajes” extranjeros.

Hay que señalar que esa actitud puede ser legítima desde su propia óptica: muchos ciudadanos creen sinceramente que su cultura es la auténtica. Si entablas una relación cercana con un chino, te dirá que debes aprender la “wenhua” —la cultura—, entendida, claro, como la cultura china, no la “bárbara” extranjera.

¿Confiar en el poder blando?

Entre las fobias que inquietan a los ciudadanos de los países vecinos de China están el miedo a la lenta apropiación de sus economías y el temor a perder territorio. No puede decirse que no haya motivos para ello.

Tras la disolución de la URSS, las repúblicas limítrofes con China afrontaron cuestiones fronterizas. Especialmente complejo fue el caso de Kazajistán, con la frontera más extensa con la RPC: 1.740 km. Sin embargo, en 1999, tras intensas negociaciones, quedó delimitada la frontera chino-kazaja. Según los acuerdos, 407 km² de territorio en disputa pasaron a China y 537 km² quedaron en manos de Kazajistán.

La frontera chino-kirguisistana también se delimitó definitivamente en 1999. Según dos acuerdos, Kirguistán cedió a China alrededor de 5.000 hectáreas en disputa.

La situación más compleja se dio entre China y Tayikistán. Pekín reclamaba tres parcelas en la región de GBAO (región autónoma de Gorno-Badakhshán) por más de 20.000 km² en conjunto. A China se le concedió, según distintas fuentes, entre mil y 1.500 km². Por ahora Pekín no demanda la ejecución inmediata e incondicional de sus reivindicaciones: Tayikistán ya tiene experiencia cediendo territorios para saldar deudas con China.

Pero las pretensiones territoriales chinas sobre Asia Central tienen raíces históricas más antiguas.

Es conocido que vastas tierras al este de China fueron antaño dominadas por los mongoles. Sin embargo, los kanes mongoles llegados a China —como Kublai Khan y Tugh Temür— fueron también emperadores de la dinastía Yuan; por tanto, varios siglos atrás parte del territorio de la actual Asia Central formó parte de un imperio sino-mongol. El chino medio lo sabe y, de vez en cuando, lo recuerda en conversaciones privadas o foros temáticos. Oficialmente, claro, el liderazgo chino no promueve tales discursos.

Pero las tierras no es necesario tomarlas por la fuerza: se pueden arrendar o comprar. Hace no mucho, China estuvo a punto de obtener esa posibilidad en gran medida.

En Kazajistán se recuerda bien cómo en 2016 se extendieron protestas masivas contra enmiendas al Código de Tierras que autorizaban el arrendamiento a largo plazo y la venta de tierras agrícolas a extranjeros. La sola posibilidad de transferir grandes extensiones a manos chinas alarmó a la población. Las autoridades se resistieron a contrariar de forma flagrante la voluntad popular, decretaron una moratoria y finalmente prohibieron la venta de tierras a extranjeros.

Aun así, China no afloja su empuje y recurre a lo que se llama “poder blando” —una expresión popularizada por Putin—. Probablemente es ese poder blando lo que más teme el ciudadano centroasiático. Y con razón. El poder blando actúa inadvertidamente y alcanza sus objetivos de modo oculto. ¿Se debe, entonces, confiar en ese poder blando, si no es posible advertir cuándo se convierte en coerción? En ese sentido, el poder blando no es mejor que el duro; quizás sea incluso más peligroso.

¿Cómo emplea China el poder blando en Asia Central y cómo podría usarlo en condiciones nuevas a escala global? Eso merecería un análisis aparte.